“Atravesamos la
jungla. El calor y el vapor del cáñamo hacen sus efectos. No puedo razonar con
claridad. De pequeña nos asustaban con la pagoda de Kali y heme aquí, frente a
ella. Es más imponente de lo que jamás pude recrear en mis pesadillas. Huele a
muerte y, sin embargo, también es nuestra diosa del amor. No puedo concebir una
contradicción más grande, más terrorífica. No cesan en sus cantos, ni siquiera
ahora, que hemos llegado a nuestro destino. Cae la noche. No me alimentan.
Caigo en un sopor que me conduce a un sueño que no deseo”
“Amanece. La turba
está más excitada que nunca. Me suben a la pila de madera. Mi marido yace junto
a mí. Él no sufrirá los embates de las llamas, yo sí. Mi único deseo en esta
hora fatal es morir ahogada por el humo antes de que el fuego lacere mi piel.
Más gritos, más invocaciones. La locura se apodera de ellos. Son una masa
irracional que disfruta con mi martirio. Sube el humo, empiezo a asfixiarme. La
cabeza se me nubla. Apenas puedo distinguir algo que, por asombroso, es
imposible que suceda y, no obstante, está ocurriendo. Mi marido se ha levantado
ante el estupor de la masa, que se arrodilla temerosa de la ira de kali. Yo ya
no tengo fuerzas para temer nada. Mi difunto esposo se acerca y me desata. Solo
cuando me coge en brazos percibo que no sé quién es. Únicamente distingo su
juventud. No habla. No hay tiempo para conversar. Desconozco el origen de su
fuerza y habilidad pero desciende la pila conmigo a cuestas y atraviesa la
marabunta ignorante. Me desmayo, pero recobro la consciencia solo lo suficiente
para ver que me suben a un elefante. Es ahí donde vuelvo a desfallecer”
“Desconozco cuánto
tiempo he estado sin sentido. Al despertar veo el rostro amable aunque serio de
un caballero que se presenta como Phileas Fogg.
Me dice que su criado me ha salvado, que no corro peligro. Huimos sin
demora pues están dando la vuelta al mundo. Quisiera agradecérselo pero todo es
tan confuso para mí…”
Por Carlos Roncero (a Julio Verne, con cariño)
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