Tenía once años cuando
vi por primera vez “En busca del arca perdida”. Recuerdo que ese día habían
subido el precio de las entradas a 200 pesetas. No sé cómo se me ocurrió
lamentarme de lo caras que eran; qué poca visión de futuro demostré tener. Me
pasé toda la película con la boca abierta. Era flipante. ¿Dónde había que
firmar para ser como Indiana Jones? Y, lo más importante ¿qué había que
estudiar? Me informé. Arqueología, of course, empezando por la carrera de
historia. Me pasé siete jodidos años esperando para poder entrar en la
facultad. Aquí es cuando debería aparecer el típico plano en que el protagonista,
que ha llegado al lugar con notables expectativas, se encuentra con un lugar
desierto y pasa el típico seto seco impulsado por el viento. La facultad de
Historia no es que estuviera desierta pero, madre mía, qué aburrimiento. Con la
salvedad de dos o tres profesores, y un puñado de buenos compañeros, fue
realmente penoso, como también lo fue mi primer contacto con la arqueología. No
por el equipo humano, que era fantástico, ni por sus expectativas, que se
ajustaban a la realidad, sino por las mías. Un mes entero cavando con una
brocha de pintar a un ritmo de medio centímetro por día y con el cuidado de no
tocar ni una piedrita. ¿Dónde estaba mi látigo, dónde mi sombrero, dónde los
nazis, dónde la música de John Williams y mis aventuras? Jo, qué desilusión.
Esto es lo que tiene la magia del cine. Por fortuna, descubrí otra magia igual
de cautivadora que el séptimo arte: la enseñanza.
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