Os pongo en situación:
discoteca, sábado noche, recién cumplidos los dieciocho, ávido por adentrarme
en las profundidades de la noche y, de pronto, recibir un tortazo (metafórico)
que me quita esa sonrisita con la que me había duchado, vestido y perfumado
(antes de ser alérgico a los perfumes, que lo soy, pero esa es otra historia).
Miro estupefacto al portero de la discoteca que con su voz cascada y su pequeño
cuello hundido entre sus hombros me dice que los chicos pagan. Me hago a un
lado (me hace a un lado) para que entren las chicas que están esperando y a las
que no les hace pagar. La injusticia se refleja en mi rostro, pero no hace
mella alguna en las gafas de sol del portero; es que son gafas de marca. Veo la
alegría en las chicas que entran gratis, contentas de que, al fin, esta
sociedad machista tenga un detalle con ellas. Qué injusto pienso, porque,
además, la entrada cuesta una pasta.
¿Os suena, verdad?
Tanto si sois mujeres u hombres, lo habéis vivido.
Sigue sucediendo.
Pero no es
caballerosidad. No es galantería. Ni el portero ni los dueños del local quieren
tener un detalle con las mujeres en esta sociedad machista.
Con los años me fui
dando cuenta. No es fácil, ¿no creáis? Es algo tan normalizado, tan
terriblemente corriente que no lo vemos, e incluso hay gente, hombres y mujeres
que, aun sabiéndolo, no le dan mayor importancia. Ese es el problema, a todos
los pequeños gestos, actitudes y acciones que conforman el machismo no les
damos mayor importancia; sobre todo si sale de nosotros mismos, porque, no nos
engañemos, por mucho que digamos que no somos machistas, hemos sido educados en
una sociedad machista y prácticamente todo lo que nos rodea es machismo,
camuflado o no.
Por eso, siempre que
hablamos del machismo en clase les digo a mis alumnas: no os dejéis engañar
cuando os dejan entrar gratis; si no pagáis por el producto, es que sois el
producto.
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