A Javier le sorprendió
la tormenta en medio del bosque. Su temor a los relámpagos hizo que se
apresurara sin fijarse bien en el camino. No tardó en tropezarse con una casa
que tenía un amplio y confortable porche. Se refugió en él con la esperanza de
no molestar a los habitantes del lugar. La puerta se abrió y un anciano de
aspecto bonachón le invitó a entrar. El frío y el viento le convencieron y
entró. En el salón, muy hogareño por cierto, el anciano se sentó en una mecedora
frente al fuego de la chimenea. Frente a él, en un confortable tresillo, una
anciana cosía y una mujer de mediana edad leía. Le sonrieron y le hicieron
sitio para que se sentara. Un majestuoso armario de madera tallada completaba
el modesto ajuar. La conversación resultó amena aunque no le ofrecieron nada de
beber o comer. La tormenta no amainaba, de modo que le dijeron que podría pasar
la noche con ellos. Eso sí, le advirtieron de un pequeño inconveniente.
Tal día como aquél, a
eso de las diez de la noche, se les venía apareciendo desde hacía cinco años,
un fantasma verdaderamente terrorífico. Javier pensó que bromeaban, pero el
anciano le volvió a advertir que era muy libre de irse, si así lo deseaba, pero
que, si permanecía con ellos esa noche, vería cosas muy desagradables,
especialmente si el fantasma les descubría. Prefirió pensar que le tomaban el
pelo y se quedó. Aquella tormenta lo valía.
Muy cerca de las diez
de la noche, los tres miembros de la familia se levantaron sin decir palabra y
se refugiaron en uno de los cuartos. Javier dudó, pero acabó siguiéndoles por
no ofenderles. El anciano se llevó el
dedo a la boca pidiéndole que guardara silencio. Oyeron que se abría la puerta
de la casa y miraron desde su escondite. Javier quedó impresionado al ver
entrar a un hombre fornido protegido con una gabardina oscura. Llevaba una
bolsa de supermercado que dejó sobre la mesa. El anciano le articuló en
silencio a su invitado que aquel era el fantasma. Javier creía que su corazón
acabaría por delatarle. Siguieron mirando. El hombre fornido se quitó la
gabardina y se acercó al fuego. Se calentó las manos y luego se dirigió a la
mesa. Fue entonces cuando Javier se percató de que la bolsa de supermercado
estaba manchada de rojo. El hombre metió la mano en la bolsa y sacó la cabeza
cercenada de una mujer. Aun conservaba el dolor en su rostro. Javier se llevó
la mano a la boca. Miró a los miembros de la familia. Los tres asintieron
resignados. Siguieron mirando. El hombre contempló aquella cabeza como si de un
trofeo se tratara. Avanzó hacia el armario y lo abrió. Todas las estanterías
estaban llenas de cabezas cortadas metidas cada una en un bote con líquido
transparente. Javier creyó estar cercano al infarto. Fue entonces cuando
presenció algo todavía más espantoso, pues tres de las cabezas allí guardadas
eran las de los tres miembros de la familia que le habían acogido esa noche. El
quejido de horror que dejó escapar fue suficiente para que el hombre mirara
hacia su escondite.
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