jueves, 8 de junio de 2017



Hace catorce años pasé un mes maravilloso en Florencia. Sí, a pesar de que era agosto y de que solo dos días bajamos de 40 grados, fue maravilloso. Conocí a gente maravillosa, florentinos y de otros países. Con el tiempo he estado en sus casas y ellos en la mía. Incluso mi ahijado es florentino.
Sin embargo, (¿ves?, todo tiene un pero), tuve oportunidad de conocer un aspecto de la ciudad que, de haber sido una estancia típica de cuatro o cinco días, no me hubiera percatado. Está uno tan maravillado por el arte de esa ciudad que apenas nada más  llama tu atención.
Sucedió un día de ese agosto inclemente en el que, afortunadamente, aun no habían llegado los mosquitos tigre. Estábamos sentados tomando un helado (mi dieta básica ese mes consistió en helado de yogur) en la logia donde se encuentra el Perseo o el Rapto de las Sabinas, entre otras esculturas. Me acompañaban una amiga francesa y otra griega, alumnas, como yo, del instituto europeo de la lengua italiana (qué profesores geniales tuve ahí. Grande, Matteo, profesor de historia del arte). Estábamos tan tranquilos, hablando de todo y de nada, cuando se sentó a nuestro lado un joven florentino. Nos saludó y ahí se quedó, junto a nosotros, sonriéndonos. Nos pareció extraño pero no le dimos mayor importancia. Al cabo de unos minutos, nos levantamos y, ¿qué sucedió?, pues que aquel joven se fue con nosotros. No es que nos siguiera, es que caminaba a nuestro lado como si nos conociera de toda la vida. Entendimos lo que pasaba: como éramos tres, un hombre y dos mujeres, se había concedido el derecho a estar con nosotros para acompañar a una de las dos. No me lo estoy inventando. Sucedió así y ha estado siempre en mi cabeza. Después de un rato de no saber cómo quitárnoslo de encima, nos pusimos serios con él y se fue. Mis amigas se quedaron inquietas y las acompañé a sus casas.
Desde aquel día y hasta que me fui, el arte de la ciudad pasó para mí a un segundo plano. Me dediqué a observar a los florentinos. Un cierto número de ellos practicaba un acoso espectacular a cualquier mujer extranjera que vieran; daba igual la edad de la mujer, la seguían, la mareaban con verborrea de ligón barato, y les veías en sus rostros que lo hacían convencidos de tener el derecho a hacerlo. Aluciné. Sinceramente, me di asco a mí mismo por pertenecer al género masculino.
No fueron casos aislados. Tuve tiempo de observar, aunque, por supuesto, no estoy generalizando, de lo contrario, la propia Florencia dejaría de ser visitada. Insisto en la gente maravillosa que conocí ahí y que están en mi corazón, pero me quedé bastante impresionado. Era como si yo hubiera vivido en una burbuja y la realidad, de pronto, me diera un tortazo y me dijera “Tío, despierta, ¿qué te creías, que tu Florencia querida, tu niña mimada, estaba libre del machismo?” Pues sí, era algo así, como si todo su arte actuara como un campo de protección. Qué iluso fui. El machismo está en todos lados, el machismo no perdona, no entiende de categorías ni de lugares. Es una pandemia milenaria verdaderamente rompicoglioni.

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