He sabido esta semana que en el Liceo Francés de Bilbao llevan tres años con mi novela "Clara dice" en su programa de lecturas para tercero de ESO. Me cuenta su profesora de lengua y literatura que los alumnos disfrutan siempre mucho con mi novela. Además, hacen un trabajo sobre los peligros de las redes sociales con mi libro de base. Una gran iniciativa Gracias infinitas.
domingo, 25 de junio de 2017
domingo, 18 de junio de 2017
NEWTON (relato)
Al final lo
conseguiste. Te enseñaron a competir en la escuela. Eras el mejor de la clase.
¿Te acuerdas? Claro que te acuerdas. En el instituto te machacaron con sacar
las mejores notas, aunque a ti, en
realidad, te gustaba esa canción. En la universidad continuó la competición,
pero ahora era de élite, el más alto nivel. Las matrículas de honor tenían más
mérito. Sí, competiste y lo conseguiste. Por eso te llamaron de aquella
megaempresa. A partir de entonces no hiciste más que continuar compitiendo, y
escalaste; no paraste de subir pisos hasta alcanzar el último, la dirección.
Entras en tu anhelado
despacho. Piensas en sus hermosas vistas desde allá arriba. Sí, has luchado, te
ha costado lo tuyo. El colesterol lo tienes disparado, la última angina de
pecho te ha dejado un tanto acojonado, tu exmujer está felizmente casada, tus
hijos no quieren verte, no tienes amigos con los que compartir tu éxito. Sí, hermosas vistas desde tu despacho. De
hecho, piensas que desde esa altura no puedes fallar.
jueves, 15 de junio de 2017
Estamos en junio y ya
empiezo a notarlo. Esas caras, esas expresiones, sus formas de mirarme les
delatan. Incluso están por hablarme, pero se reprimen; creen que con las muecas
que ponen les basta para que me entere; y tienen razón, sus rostros son auténticas
radiografías. En la última semana de junio siempre hay alguien que me lo echa
en cara; no falla, un amigo, un familiar o un conocido con cierta confianza. “¿Qué?,
ya vas a coger vacaciones, ¿eh? Dos meses, ¿eh?” Sonríe, pero yo sé que es con
sorna. A veces, me he intentado justificar hablándoles de lo extenuante que es
ser profesor y tutor, de las horas que les dedicas en casa, cada día, los fines
de semana; que tu cabeza no descansa, está llena de los problemas de tus
alumnos y piensas constantemente en cómo ayudarles, más corregir, preparar
clases, innovarme, buscar formas distintas de dar clases, elaborar temas para
el blog, inventarme tareas para que piensen. Da igual, no escuchan. “Y además
Navidad, Semana Santa, Carnavales, los puentes”. Con esa sonrisa socarrona ya
han dictado sentencia. La dictan cada mes de junio. En ese momento, me limito a sonreír, como
dándoles a entender que tienen razón. Qué más da. Luego, en la última semana de
agosto, esa sorna, esa sonrisa molesta es inversamente proporcional a la
alegría con la que me dicen al tropezarse conmigo, “¿Qué?, ya solo te queda una
semanita, ¿eh?” Antes les decía que, si tanto querían esos dos meses de
vacaciones, pues que se hicieran profesores, pero ya ni eso; les dedico, una
vez más, mi sonrisa, y ellos se van tan contentos.
Pues, como profesor,
si algo tengo claro es que si no contáramos con esos periodos de vacaciones me
dedicaría a otra profesión.
domingo, 11 de junio de 2017
jueves, 8 de junio de 2017
Hace catorce años pasé
un mes maravilloso en Florencia. Sí, a pesar de que era agosto y de que solo
dos días bajamos de 40 grados, fue maravilloso. Conocí a gente maravillosa,
florentinos y de otros países. Con el tiempo he estado en sus casas y ellos en
la mía. Incluso mi ahijado es florentino.
Sin embargo, (¿ves?,
todo tiene un pero), tuve oportunidad de conocer un aspecto de la ciudad que,
de haber sido una estancia típica de cuatro o cinco días, no me hubiera
percatado. Está uno tan maravillado por el arte de esa ciudad que apenas nada
más llama tu atención.
Sucedió un día de ese
agosto inclemente en el que, afortunadamente, aun no habían llegado los
mosquitos tigre. Estábamos sentados tomando un helado (mi dieta básica ese mes
consistió en helado de yogur) en la logia donde se encuentra el Perseo o el Rapto
de las Sabinas, entre otras esculturas. Me acompañaban una amiga francesa y
otra griega, alumnas, como yo, del instituto europeo de la lengua italiana (qué
profesores geniales tuve ahí. Grande, Matteo, profesor de historia del arte).
Estábamos tan tranquilos, hablando de todo y de nada, cuando se sentó a nuestro
lado un joven florentino. Nos saludó y ahí se quedó, junto a nosotros,
sonriéndonos. Nos pareció extraño pero no le dimos mayor importancia. Al cabo
de unos minutos, nos levantamos y, ¿qué sucedió?, pues que aquel joven se fue
con nosotros. No es que nos siguiera, es que caminaba a nuestro lado como si
nos conociera de toda la vida. Entendimos lo que pasaba: como éramos tres, un
hombre y dos mujeres, se había concedido el derecho a estar con nosotros para
acompañar a una de las dos. No me lo estoy inventando. Sucedió así y ha estado
siempre en mi cabeza. Después de un rato de no saber cómo quitárnoslo de
encima, nos pusimos serios con él y se fue. Mis amigas se quedaron inquietas y
las acompañé a sus casas.
Desde aquel día y
hasta que me fui, el arte de la ciudad pasó para mí a un segundo plano. Me
dediqué a observar a los florentinos. Un cierto número de ellos practicaba un
acoso espectacular a cualquier mujer extranjera que vieran; daba igual la edad
de la mujer, la seguían, la mareaban con verborrea de ligón barato, y les veías
en sus rostros que lo hacían convencidos de tener el derecho a hacerlo. Aluciné.
Sinceramente, me di asco a mí mismo por pertenecer al género masculino.
No fueron casos
aislados. Tuve tiempo de observar, aunque, por supuesto, no estoy
generalizando, de lo contrario, la propia Florencia dejaría de ser visitada. Insisto
en la gente maravillosa que conocí ahí y que están en mi corazón, pero me quedé
bastante impresionado. Era como si yo hubiera vivido en una burbuja y la
realidad, de pronto, me diera un tortazo y me dijera “Tío, despierta, ¿qué te
creías, que tu Florencia querida, tu niña mimada, estaba libre del machismo?”
Pues sí, era algo así, como si todo su arte actuara como un campo de
protección. Qué iluso fui. El machismo está en todos lados, el machismo no
perdona, no entiende de categorías ni de lugares. Es una pandemia milenaria
verdaderamente rompicoglioni.
domingo, 4 de junio de 2017
Un pequeño inconveniente (relato)
A Javier le sorprendió
la tormenta en medio del bosque. Su temor a los relámpagos hizo que se
apresurara sin fijarse bien en el camino. No tardó en tropezarse con una casa
que tenía un amplio y confortable porche. Se refugió en él con la esperanza de
no molestar a los habitantes del lugar. La puerta se abrió y un anciano de
aspecto bonachón le invitó a entrar. El frío y el viento le convencieron y
entró. En el salón, muy hogareño por cierto, el anciano se sentó en una mecedora
frente al fuego de la chimenea. Frente a él, en un confortable tresillo, una
anciana cosía y una mujer de mediana edad leía. Le sonrieron y le hicieron
sitio para que se sentara. Un majestuoso armario de madera tallada completaba
el modesto ajuar. La conversación resultó amena aunque no le ofrecieron nada de
beber o comer. La tormenta no amainaba, de modo que le dijeron que podría pasar
la noche con ellos. Eso sí, le advirtieron de un pequeño inconveniente.
Tal día como aquél, a
eso de las diez de la noche, se les venía apareciendo desde hacía cinco años,
un fantasma verdaderamente terrorífico. Javier pensó que bromeaban, pero el
anciano le volvió a advertir que era muy libre de irse, si así lo deseaba, pero
que, si permanecía con ellos esa noche, vería cosas muy desagradables,
especialmente si el fantasma les descubría. Prefirió pensar que le tomaban el
pelo y se quedó. Aquella tormenta lo valía.
Muy cerca de las diez
de la noche, los tres miembros de la familia se levantaron sin decir palabra y
se refugiaron en uno de los cuartos. Javier dudó, pero acabó siguiéndoles por
no ofenderles. El anciano se llevó el
dedo a la boca pidiéndole que guardara silencio. Oyeron que se abría la puerta
de la casa y miraron desde su escondite. Javier quedó impresionado al ver
entrar a un hombre fornido protegido con una gabardina oscura. Llevaba una
bolsa de supermercado que dejó sobre la mesa. El anciano le articuló en
silencio a su invitado que aquel era el fantasma. Javier creía que su corazón
acabaría por delatarle. Siguieron mirando. El hombre fornido se quitó la
gabardina y se acercó al fuego. Se calentó las manos y luego se dirigió a la
mesa. Fue entonces cuando Javier se percató de que la bolsa de supermercado
estaba manchada de rojo. El hombre metió la mano en la bolsa y sacó la cabeza
cercenada de una mujer. Aun conservaba el dolor en su rostro. Javier se llevó
la mano a la boca. Miró a los miembros de la familia. Los tres asintieron
resignados. Siguieron mirando. El hombre contempló aquella cabeza como si de un
trofeo se tratara. Avanzó hacia el armario y lo abrió. Todas las estanterías
estaban llenas de cabezas cortadas metidas cada una en un bote con líquido
transparente. Javier creyó estar cercano al infarto. Fue entonces cuando
presenció algo todavía más espantoso, pues tres de las cabezas allí guardadas
eran las de los tres miembros de la familia que le habían acogido esa noche. El
quejido de horror que dejó escapar fue suficiente para que el hombre mirara
hacia su escondite.
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