Arturo nunca había
sentido celos. Los consideraba un signo de debilidad, de amor mal entendido.
Sin embargo, en una noche más donde el insomnio dominaba sus ansias de dormir,
su mujer emitió un débil sonido mientras soñaba. Que él recordara, aquello
constituía toda una novedad en ella, mucho más, cuando repitió el sonido. Esta
vez había sonado más nítido, era un nombre propio, masculino, y lo volvió a
repetir: Julián.
El nombre cayó como
una losa sobre la imaginación de Arturo pues sabía muy bien a quién se refería.
El hecho de no poder dormir le hizo caer en el abismo de las elucubraciones. No
obstante, a la mañana siguiente decidió no comentarle nada a su esposa. Durante
toda la jornada, Arturo fue incapaz de concentrarse deseando que llegara la
noche cuanto antes. Una vez cerciorado de que su mujer dormía esperó ayudado
por su insomnio. Esperó y esperó con la mirada clavada en el bello rostro de su
mujer hasta que por fin sonó, bien entrada la madrugada: Julián. Más lo decía,
más odio sentía Arturo por él, puesto que de la duda pasó a la certeza de que
su esposa tenía una aventura con su jefe. Un tópico insoportable, pensó, pero
lo que no se imaginó fue lo insufrible que le iban a ser los días con unos celos
que no dejaron de atormentarle como los violines estridentes en una escena de
terror barato. Celos silenciosos, porque nunca le dijo nada, nunca le dio pie a
que sospechara que él lo sabía. Esperaba el momento oportuno para acabar de
cuajo. Profundamente humillado, dominado por la venganza, pensó y pensó hasta
tramar el crimen perfecto, y lo fue, porque nadie sospechó de él.
Qué alivio. Aquél
había sido el mejor remedio para su insomnio. Dio las buenas noches a su
afligida esposa y apoyó la cabeza en la almohada como lo hubiera hecho un ángel
sobre una nube. Ya con los ojos cerrados comprobó cómo, una vez más, su esposa
se dormía antes que él. Su respiración profunda así se lo indicó. Unos minutos
más y él también estaría dormido. Fue entonces, cuando, en medio del silencio,
un sonido invadió la estancia. Arturo levantó incrédulo la cabeza y esperó, con
el corazón acelerado, deseando, rogando porque el sonido no se repitiera, pero
se repitió, esta vez más claro. Su mujer había hablado en sueños: Luis, Luis,
Luis…
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