Nos
pasamos la vida tratando de encajar en un pequeño rincón de la sociedad;
incluso nos conformamos con un minúsculo mosaico, un lugar donde nuestra alma
pueda enraizarse y hacernos levantar la cabeza con orgullo, o al menos hacernos
sentir menos desgraciados cuando nos disponemos hacer el esfuerzo titánico de
dormirnos esperanzados por no soñar con la vida que ya tenemos: la pandilla que
le corta las alas a tu futuro, el novio motero que insiste en que te ama sobre
todo cuando se le ha olvidado el preservativo, susurrándotelo en el oído
mientras con su lengua explora el lóbulo de tu oreja; el equipo de fútbol en el
que nunca te pasan el balón, el trabajo
en el que se calca la misma miseria de la que quieres huir…Cualquier espacio es
bueno para sentirse querido. Cualquiera, menos la familia. De la familia
huimos, renegamos hasta que regresamos con el rabo entre las piernas o nos
limitamos a llorar porque ya es demasiado tarde para pedir perdón.
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