Deambulaba por las
calles, triste, solo, sin amigos. Las luces de las farolas se reflejaban en el
asfalto bañado por la lluvia. Era la única imagen que le agradaba de aquella
gran ciudad a la que había sido condenado a vivir. Salía por las noches y
vagaba sin rumbo en busca de la soledad. Cuánto extrañaba su pequeña e
itinerante comunidad. Ahora se daba cuenta, ahora se arrepentía, cuando era ya
demasiado tarde. Veinte años; dos décadas de condena, ni más ni menos. Ese
había sido su castigo. En eso había consistido la maldición que habían arrojado
sobre su cabeza. Veredicto inapelable. Ni siquiera sus padres intercedieron por
él. Todo por su incorregible comportamiento, por su orgullo, por su
indiferencia constante hacia la seguridad del grupo. Qué tarde era ya para
intentar cambiarlo.
Lo que menos
soportaba, lo que le laceraba el alma era caminar erguido. Aunque ya no se
reconociera, era ese detalle el que más le humillaba. Ni tener que vestirse o
comer con cubiertos igualaban tal sufrimiento.
Esa noche solitaria y
húmeda la nostalgia podía con él. Pensaba incluso en acabar por la vía rápida
pues a nada le veía sentido en aquella vida de tortura. Fue entonces cuando un
sonido familiar le hizo levantar la vista. Un puñado de recuerdos despertaron
mientras seguía su origen. Una melodía resonaba desde el interior del metro. Bajó
esperanzado, movido por un deseo sincero, aunque inútil, de volver a
encontrarse con sus compañeros. Su sonrisa se desvaneció al comprobar que solo
se trataba de un músico ambulante, talentoso, no le cabía duda, pero muy lejano
a lo que él había soñado. Atravesó el grupo que se refugiaba de la lluvia hasta
colocarse frente al joven intérprete. De pronto, en un arrebato incontrolable,
le arrancó la trompeta de las manos. A pesar de su protesta, no pudo evitar que
se la llevara a la boca. Sopló con fuerza, como si quisiera desgarrar el aire.
El trompetista y los allí reunidos le miraron atónitos, no porque del
instrumento hubiera extraído una bella melodía sino por el sonido desesperado
que se prolongó por la estación y que tanto les recordó al lamento de un
elefante.
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