lunes, 6 de julio de 2015

EL HOMBRE MÁS AFORTUNADO DEL REINO (relato)

Pelinor no era más que un sencillo campesino al que todos apreciaban. Joven y apuesto, llamaba la atención por un singular mechón blanco que asomaba sin pudor de sus largos cabellos negros. Como el resto de los habitantes del lugar, acudió encantado a contemplar al príncipe heredero recién nacido. 

La espera era larga pero se compensaba con un aliciente: la reina tenía derecho a elegir a un representante del pueblo llano para que cogiera a su hijo en brazos. Una costumbre centenaria que unía más a los plebeyos con sus señores, o viceversa. Si vuestra imaginación ha colocado al bebé en brazos de Pelinor, habéis acertado. No es mi deseo quitaros el mérito pero reconoced que os resultó fácil teniendo en cuenta el nombre de este relato. La reina ordenó detener la larga cola cuando Pelinor estuvo justo frente a ella. Con un gesto le concedió la gracia centenaria. Con toda la delicadeza que pudo reunir en sus callosas manos, Pelinor cogió al bebé. Por un brevísimo instante los ojos del campesino se rayaron al contemplar al heredero. Otro gesto de la reina le indicó que el derecho había terminado.

Pelinor estuvo en boca de todos durante bastante tiempo. Lo consideraban el hombre más afortunado del reino por haber recaído en él tan tamaño honor. El campesino se sentía igualmente afortunado, mucho más cuando, años más tarde, tuvo la misma suerte. Sucedía que Las Cortes debían jurar fidelidad al heredero. Un miembro de cada estamento podía pronunciar unas palabras, ¿y a que no sabéis a quién eligió la reina como representante del pueblo llano? Poco acostumbrado a hablar en público, los asistentes quedaron maravillados al escuchar su pequeño discurso y, sobre todo, al ver la emoción con que lo pronunciaba, sin apartar los ojos del joven príncipe de ocho años.

Años más tarde, le correspondió el mismo honor cuando fue presentada la prometida del príncipe y lo mismo cuando la tomó por esposa, pues fue él quien felicitó al príncipe en nombre del tercer estamento y todos coincidieron en la dicha que desprendían sus palabras.

La suerte, no obstante, le abandonó a la muerte del rey, eligiendo la reina viuda a otra persona para presentar sus respetos en nombre del pueblo llano. Pelinor no mostró decepción alguna en su rostro y la gente, que olvida pronto, apenas dedicó unas semanas a esta novedad. No se podía tener suerte toda la vida.

Pues se equivocaban ya que cuando nació el primer hijo del joven rey, la reina viuda volvió a elegir a Pelinor para que, en nombre del pueblo, manifestara su alegría por la continuidad de la regia estirpe. Y vaya si lo manifestó. Su discurso y la agitación de sus palabras fueron largamente comentadas.

Mucho más asombro causó la muerte de Pelinor, no por la muerte en sí, pues lo frecuente era que después de los cuarenta te abandonara la salud, sino por la suerte que tuvo en su entierro. Otra tradición permitía elegir a la reina viuda que la familia real asistiera al funeral de uno de sus vasallos. Efectivamente, la reina viuda, visiblemente afectada, acudió con todos, incluido su hijo, el rey, quien, en señal de respeto, se desciñó la corona para colocarla sobre el ataúd de Pelinor. Fue entonces cuando de los largos cabellos oscuros del joven rey, un mechón blanco ondeó sin complejos ante todos.

Y sí, ese mechón blanco fue muy comentado durante mucho tiempo.



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