Pelinor no era más que
un sencillo campesino al que todos apreciaban. Joven y apuesto, llamaba la
atención por un singular mechón blanco que asomaba sin pudor de sus largos
cabellos negros. Como el resto de los habitantes del lugar, acudió encantado a
contemplar al príncipe heredero recién nacido.
La espera era larga
pero se compensaba con un aliciente: la reina tenía derecho a elegir a un
representante del pueblo llano para que cogiera a su hijo en brazos. Una
costumbre centenaria que unía más a los plebeyos con sus señores, o viceversa.
Si vuestra imaginación ha colocado al bebé en brazos de Pelinor, habéis
acertado. No es mi deseo quitaros el mérito pero reconoced que os resultó fácil
teniendo en cuenta el nombre de este relato. La reina ordenó detener la larga
cola cuando Pelinor estuvo justo frente a ella. Con un gesto le concedió la
gracia centenaria. Con toda la delicadeza que pudo reunir en sus callosas
manos, Pelinor cogió al bebé. Por un brevísimo instante los ojos del campesino
se rayaron al contemplar al heredero. Otro gesto de la reina le indicó que el
derecho había terminado.
Pelinor estuvo en boca
de todos durante bastante tiempo. Lo consideraban el hombre más afortunado del
reino por haber recaído en él tan tamaño honor. El campesino se sentía
igualmente afortunado, mucho más cuando, años más tarde, tuvo la misma suerte.
Sucedía que Las Cortes debían jurar fidelidad al heredero. Un miembro de cada
estamento podía pronunciar unas palabras, ¿y a que no sabéis a quién eligió la
reina como representante del pueblo llano? Poco acostumbrado a hablar en
público, los asistentes quedaron maravillados al escuchar su pequeño discurso
y, sobre todo, al ver la emoción con que lo pronunciaba, sin apartar los ojos
del joven príncipe de ocho años.
Años más tarde, le
correspondió el mismo honor cuando fue presentada la prometida del príncipe y
lo mismo cuando la tomó por esposa, pues fue él quien felicitó al príncipe en
nombre del tercer estamento y todos coincidieron en la dicha que desprendían
sus palabras.
La suerte, no
obstante, le abandonó a la muerte del rey, eligiendo la reina viuda a otra
persona para presentar sus respetos en nombre del pueblo llano. Pelinor no
mostró decepción alguna en su rostro y la gente, que olvida pronto, apenas
dedicó unas semanas a esta novedad. No se podía tener suerte toda la vida.
Pues se equivocaban ya
que cuando nació el primer hijo del joven rey, la reina viuda volvió a elegir a
Pelinor para que, en nombre del pueblo, manifestara su alegría por la
continuidad de la regia estirpe. Y vaya si lo manifestó. Su discurso y la
agitación de sus palabras fueron largamente comentadas.
Mucho más asombro
causó la muerte de Pelinor, no por la muerte en sí, pues lo frecuente era que
después de los cuarenta te abandonara la salud, sino por la suerte que tuvo en
su entierro. Otra tradición permitía elegir a la reina viuda que la familia
real asistiera al funeral de uno de sus vasallos. Efectivamente, la reina
viuda, visiblemente afectada, acudió con todos, incluido su hijo, el rey,
quien, en señal de respeto, se desciñó la corona para colocarla sobre el ataúd
de Pelinor. Fue entonces cuando de los largos cabellos oscuros del joven rey,
un mechón blanco ondeó sin complejos ante todos.
Y sí, ese mechón blanco
fue muy comentado durante mucho tiempo.
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