De
niño veraneaba con mis tíos. Benditos sean porque si no, nunca hubiera sabido
qué es eso de veranear. Íbamos a un lugar de ensueño, con una enorme piscina
junto al mar y una costa llena de rocas y cangrejos en la que imaginábamos
historias de piratas. Era fácil que nos reuniéramos unos quince chiquillos, o
más, ávidos de juegos y aventuras. No parábamos en todo el día, siempre
corriendo, riéndonos, retándonos con el salto más ruidoso e imposible en el
agua, haciendo enfadar a nuestros
mayores. El paraíso.
De
eso hace ya más de treinta años. Mi tía y mi prima siguen veraneando todavía en
el mismo lugar. Las solemos visitar y yo no pierdo la ocasión de sentarme
frente al mar e imaginarme historias de piratas. Un día le pregunté a mi prima
por los niños del lugar, ¿dónde estaban?, ¿ya no vienen? Lo cierto es que en la
piscina y sus alrededores solo había adultos. Oh, sí que vienen, me dijo mi
prima, pero están en la sala de la televisión de la comunidad. ¿Y qué hacen
ahí?, le pregunté extrañado. Jugar con
los móviles, me contestó. Me quedé mirándola con cara de “No me lo creo”. Ella
no esperó a que yo dijera nada. Vete a la sala y compruébalo tú mismo. Fui para
allá y la verdad es que lo que vi fue desolador.
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