Don Esteban dejó de ser escéptico cuando
le hablaron de los problemas que tenía su hijo, José Ernesto, en la escuela.
Tras aquella breve pero preocupante charla, fue sin demora a dar con su esposa,
y ante ella se arrodilló.
-Tenías razón, amada mía, y yo estaba
equivocado. Perdóname.
Seis años antes, cuando su mujer se
había quedado encinta, don Esteban se había negado a seguir la vieja tradición
de leer y cantar poemas y canciones de amor al vientre de su futuro hijo,
pensando con ello que se librarían los retoños de cualquier atisbo de maldad en
sus corazones.
-Es absurdo-replicaba con ímpetu, pero
sin brusquedad-va en contra de toda la ciencia médica e incluso en contra de toda lógica.
-Pero es hermoso-replicaba su esposa con
su voz melodiosa-y es lo que nos ha hecho diferentes, sin odios, sin recelos.
-Tonterías, somos como queremos ser, y
porque se nos reciten toda una retahíla de versos cursis no vamos a librarnos
de las maldades de este mundo.
Su esposa apoyó con dulzura la mano en
la mejilla de su marido. Era incapaz de enfadarse con él.
-Se hará como tu digas, mi amor. No
discutamos.
Y no discutieron. Don Esteban cogió la
mano de su esposa y la besó como si fuera la primera vez.
-Si me equivoco, si estoy en un error,
lo primero que haré será arrodillarme ante ti y pedirte perdón.
-No habrá nada que perdonar, porque
estás actuando igualmente sin intención de perjudicar a tu hijo.
Pero don Esteban cumplió su palabra y
suplicó su perdón. Aquella mañana, don
Matías, maestro de José Ernesto, se había presentado en el despacho de
don Esteban visiblemente preocupado. A pesar de que el colegio dependía del
ayuntamiento, de todos era sabido las generosas aportaciones que hacía don
Esteban para su mejor funcionamiento, y esto complicaba las cosas para el pobre
y avejentado profesor. Sus gafas descendían por su sudorosa nariz de forma
insistente. Dudaba entre entrar o venir otro día.
-Pase, Matías, no se quede ahí quieto,
póngase cómodo-Su voz era claramente acogedora, pero ni aún así pudo tranquilizarse.
-Es que vengo a hablarle de su hijo.
El semblante de don Esteban empezó a cambiar intuyendo ya
algún problema.
-Bueno, razón de más para ponerse
cómodo, ¿no cree?
-Sí, claro, claro.
Matías se dirigió con pasos cortos y
nerviosos hacia la silla que le ofrecía don Esteban y se sentó. El profesor no
podía calmarse y sus manos cambiaban de posición constantemente.
-Por Dios, Matías, cálmese, ¿tan grave
es?
-Bueno, creo, creo que sí.
- ¿Le ha ocurrido algo a mi hijo?, ¿se
ha caído? ¿Ha hecho daño a alguien?
-No, no, no es nada de eso-aclaró
rápidamente para a continuación bajar su tono de voz-, de momento.
-¿Quiere explicarse, Matías?, está
consiguiendo que yo también me ponga nervioso.
-Sí, disculpe. Verá: esta mañana les
estaba contando a los niños la historia, bueno, la leyenda, de Guillermo Tell,
ya sabe, la de...
-Sí, sí, la de la manzana en la cabeza,
continúe.
-Pues el objetivo de mi cuento era
colocar a los niños ante la tesitura de que si ellos fueran Guillermo Tell qué
harían, disparar la flecha a la manzana colocada sobre la cabeza de su hijo o
salir corriendo con él. Unos contestaban que disparar la flecha, y otros que
huir.
-¿Y?-don Esteban empezaba a
impacientarse al no entender adónde quería llegar Matías. En este punto el
profesor cogió aire y trago saliva.
-¿Qué hubiera hecho usted?, ¿disparar o
huir?
Don Esteban clavó sus ojos en los de
Matías. Tras unos pocos segundos contestó.
-Disparar.
-Sí, yo también.
-¿Pero qué tiene todo esto que ver con
mi hijo?
Tras una breve pausa en la que Matías se
enfundó de valor, le respondió.
-Él no se decantó por ninguna de esas
dos opciones.
-¿Ah, no? ¿Y qué contestó?
-Matar al rey. Dijo que él hubiera
empleado el arco y la flecha para matar al rey.
Don Esteban se quedó petrificado. La
única señal por la que se podía adivinar que estaba vivo era que su carne se le
ponía de gallina. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
-¿Matar al rey?-pudo balbucear- ¿Me está
diciendo que mi hijo de seis años dijo que él hubiera optado por matar al rey?,
¿matar?
-Sí-Matías deseaba no estar ahí en ese
momento o en su defecto desmayarse y perder el conocimiento para el resto del
día, cualquier cosa menos ver la angustia de don Esteban. Éste se mantuvo en
silencio unos segundos tratando de digerir la noticia. De pronto, se levantó
bruscamente y habló intentando mantener la compostura.
-Discúlpeme usted, Matías- y se marchó
de la habitación sin decir ni una palabra más. Don Matías respiró sensiblemente
aliviado, aunque sus gafas siguieran descendiendo por su nariz.
Don Esteban recorrió con paso vivo la
casa hasta dar con su esposa, ¿dónde si no?, en el salón del piano. Se
arrodilló ante ella y no habló hasta que se percató de su presencia y dejó de
tocar.
-¿Qué ocurre?
-Tenías razón, amada mía, y yo estaba
equivocado. Perdóname.
A las pocas semanas de este incidente su
esposa quedaría embarazada de Rosalba. En adelante, no habría mañana, tarde o
noche que no estuviera don Esteban junto a ella recitando poemas de amor,
cantando viejas canciones del lugar, e incluso interpretándolas ella al piano,
mientras acariciaba el vientre de su amada.
-¿Crees que es necesaria tanta
atención?-preguntaba ella sin evitar sonreír.
-Sí, sí, hemos de compensar mi error del
pasado.