domingo, 26 de abril de 2015

Madurar (relato)


 -Papá, ¿tú cuándo maduraste?

La pregunta no le cogió, en cierto modo, por sorpresa a Juan. Esa misma tarde se habían reunido con la tutora de su hijo, siendo la palabra clave, madurez, pero por necesaria, no por consolidada. Incluso ya con quince años se pueden ir abandonando ciertas actitudes más propias de la niñez que de la adolescencia , tomar responsabilidades y bla, bla, bla….
Juan comprendió que aquella pregunta requería una respuesta, aunque hubiera preferido que su hijo le hubiera preguntado por relaciones sexuales, drogas o algo así. Tras suspirar ante lo inevitable, le indicó que se sentara a su lado.

                -Verás, pues si bien todo el mundo dice que madurar es un proceso que dura años, e incluso hay quien no madura nunca, para mí el proceso de madurez tuvo fecha concreta. Un antes y un después. Mira, yo antes era un auténtico capullo. ¿Sabes el significado de la palabra capullo? Pues yo podría ser la viva imagen del capullismo en aquella época, y lo fui durante bastante tiempo, te puedes imaginar. Además, las personas con las que me rodeaba eran también unos capullos, aunque yo, desde luego era el campeón y, por lo tanto, el líder de todos ellos. Un sábado en el que la resaca me duró más de lo previsto, no tuve más remedio que quedarme en casa, zapeando y zapeando entre tanto canal de mierda. Sin saber por qué,  mi dedo se detuvo en la segunda cadena. Ahí estaban dando uno de esos documentales sobre enfermedades raras, tragedias, etc…El de aquella noche era sobre el acoso escolar. Por cierto, que yo tenía ya mis buenos treinta años. Figúrate, tu tutora te pide que madures ya y yo a los treinta seguía siendo un capullo.

              “Esa noche maduré. Sí, viendo ese documental. Desde luego, no fui consciente de ello, pero esa es la fecha. Espera, no me pongas esa cara, que ahora te explico. A la mañana siguiente me sentí como una mierda, y al otro y al otro también. Pensé que había caído en alguna depresión misteriosa. Salía del trabajo y en vez de ir a tomarme cervezas con los colegas me ponía a caminar sin rumbo fijo. Era extraño, como si quisiera ir a algún sitio que no era capaz de identificar, o quizás sí. Ya me pones esa cara otra vez. Enseguida lo comprenderás.”

                “Uno de esos días en los que paseaba como una veleta llegué a un edificio que no había vuelto a ver en  años. Supe de inmediato que era el lugar al que mi cuerpo había deseado ir desde el principio y que mi mente de capullo se lo había estado impidiendo. Me quedé de pie mirando aquel lugar en el que había crecido. También ahí había sido el líder de los capullos. Así que, tras semejante descubrimiento,  acudí durante semanas a mi antiguo colegio al salir del trabajo. Una vez allí,  me sentaba en uno de los bancos y lo observaba hasta al anochecer”

                “Una tarde, vi algo que me dejó petrificado. Los profesores salían hacia el aparcamiento después de algunas de sus reuniones y entonces la vi; era ella. Habían pasado, no sé, catorce o quince años desde que la viera por última vez y me costó reconocerla, pero era ella. De modo que trabajaba ahí. No dejaba de resultarme un poco irónico o paradójico que después de lo mal que lo pasó ella en ese colegio, terminara como maestra en las mismas aulas. Por supuesto, también reconocí a otros profesores pero no llamaron mi atención”

                “Desde ese momento, supe que quería hablar con ella pero no sabía cómo hacerlo. ¿Te lo puedes creer? El rey de las discotecas con miedo a hablarle a una chica. Pues así  fue y, de hecho, pasaron semanas hasta que tomé la firme determinación de no irme de ese aparcamiento sin saludarla”.


                -Hola- le dije con timidez antes de que abriera la puerta de su coche. Ella se volvió y al verme dejó caer las llaves. Las recogió con torpeza y me miró con una incomodidad que no me sorprendió-. Soy Juan, Juan Gálvez, no sé si me recuerdas.
                Ella dejó pasar muchos segundos en silencio.
                -Sí, claro; claro que te recuerdo- me contestó con desagrado y evitando mirarme a los ojos.
                -Pasaba por aquí, te he reconocido al salir y he venido a saludarte.
                -Pues ya me has saludado- me dijo. Su tono no era agresivo pero sí reflejaba su malestar. Abrió la puerta, entró en el coche y arrancó. Justo antes de que acelerara le toqué con los nudillos en la ventanilla. Se pensó si debía bajarla, aunque finalmente lo hizo.
                -Perdón- le dije con toda la humildad que pude reunir. Ella me miró fijamente sin poder asimilar lo que le había dicho, de modo que se lo repetí- Sé que ha pasado mucho tiempo y que seguramente no sirva de nada, pero te pido perdón.
               
                -Pues sí, hijo, ese día maduré, ya lo creo.
                -¿Y ella te perdonó?
                -Sí, no ese día. Tardó un poco en creerse la sinceridad de mis palabras, pero yo insistí.
                -¿Y cómo se llamaba?
                -Susana.
                -Vaya, como mamá.
                -Sí, como mamá.



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