Silvia entró a
trabajar en aquel bar con la esperanza de permanecer en él al menos unos meses.
Acumulaba sobre sus hombros unos cuantos despidos, justificados o no, y ya su
alma pedía un reposo laboral. El problema radicaba en su temperamento: no lo
podía controlar. Era impulsiva y lo era para todo, ya fuera el primer beso o el
último. Numerosas eran las veces en las que había metido la pata por su
temperamento arrebatado y, tenía que reconocerlo, algunos de sus despidos
habían tenido que ver con ello.
El bar vestía de art
decó y no era mal vestido ese. De hecho, era famoso por su decoración y sus
bocadillos de jamón serrano con tomate. Las mañanas eran intensas, casi de
locos, bajando el ritmo a la tarde. Una mina de oro. Por eso Silvia estaba
contenta. Si se portaba bien (léase controlar su temperamento) podría hacer
incluso planes con su pareja para cambiar a un piso más amplio que el cuchitril
que usaban en ese momento. Si se portaba bien.
Cuando bajaba la marea
de clientes, esto es, sobre las cinco de la tarde, solía aparecer un hombre
maduro, de unos cincuenta años, pelo cano, aspecto cansado y vida gastada que
se sentaba siempre en la misma mesa. Silvia fue quien le atendió. Dos cañas le
pidió el cliente. “¿Espera a alguien?”, le preguntó ella con la ilusión de su
primer día intacta. “No”, contestó lacónico, y repitió, “dos cañas, por favor”.
Silvia quiso hacer una mueca de desagrado en cuanto fue hacer el pedido, pero,
para su tranquilidad, pudo controlar su temperamento. Le sirvió las dos cañas y
el resto de la tarde anduvo de mesa en mesa, de comanda en comanda, peros sin
dejar de echar el ojo el hombre de las dos cañas. Tras un par de horas largas,
se bebió una de las cañas, dejando la otra intacta. Con su mirada perdida en la
caña que no consumía, parecía estar viviendo en un mundo ajeno al que le
rodeaba. Se levantó y, sin despedirse de nadie, se marchó.
“Es Esteban”, le
explicó el encargado a Silvia, “un cliente fijo. Venía mucho con su mujer, pero
murió y ahora viene solo. Siempre pedían dos cañas y eso es lo que sigue
pidiendo. Coloca la otra caña frente a la suya y se queda mirándola. Solo bebe
la suya y se marcha. Así, día tras día”. Y era verdad, pues durante las semanas
sucesivas, que Silvia completó exitosamente sin provocar ningún altercado, lo
anduvo observando y la operación se había repetido sin modificación alguna.
Esa determinación, esa
fijeza de ideas, sin alterarlas lo más mínimo; esa dos cañas que se repetían
todos los días, esa mirada perdida y esos andares de vida gastada empezaron a
atentar sobre el temperamento amaestrado de Silvia. El comportamiento de aquel
cliente se le metió en la cabeza como una canción que no nos abandona, pero una
canción molesta, que no deseamos recordar. Podía aguantar a los borrachos, a
los quisquillosos, a los ruidosos, pero no podía con la ceremonia que el viudo
efectuaba en el bar. Por ello, cada tarde Silvia debía contenerse, hacer un
verdadero sacrificio de su voluntad para no estallar ante Esteban y sus dos
cañas.
Un día no pudo más.
“Dos cañas, por favor”. Se las sirvió pero no se marchó de la mesa. Con rostro
inquisitivo se sentó frente a Esteban y se bebió la caña reservada a su difunta
esposa. Esteban no reaccionó pues su mirada continuó perdida mientras Silvia
desataba su temperamento. Cuando terminó, dejó la jarra golpeándola contra la
mesa, que se notara su acto reivindicativo. Luego, le gritó al cliente. “Tío,
que la vida hay que vivirla. Déjate ya de tanta caña y de tanto recuerdo,
joder”. Dejó al viudo sumergido en sus pensamientos y en la jarra vacía para
regresar a la barra, donde le esperaba el encargado con la expresión más
sorprendida que pudo reunir. En realidad, todos los presentes mostraron la
misma reacción. Esteban, luego de unos minutos en su acostumbrada actitud, se
levantó y se marchó sin despedirse.
Al día siguiente,
Esteban no apareció y, por los comentarios del encargado ante la posibilidad de
perder un cliente fijo, Silvia se vio en la calle. Sus esperanzas de verle
aparecer esa semana se esfumaron. En realidad, nunca más se supo del viudo. Sin
embargo, Silvia no fue despedida y trabajó en el bar durante muchos años,
tantos que la mayor parte de la clientela entraba para hablar con ella. La
imagen de Esteban nunca se fue de su cabeza; los remordimientos le acompañaron
día y noche. Rezaba, incluso, por poder hallarlo algún día y pedirle perdón,
pero sus plegarias no fueron atendidas.
Diez años más tarde,
Silvia, de compras por el centro con su pareja, quedó traspuesta. Frente a un
escaparate estaba Esteban con la mirada fija en unos modelos de mujer. De
inmediato pensó si aquella no sería la tienda que frecuentaría su esposa.
Todavía anclado en el pasado, se lamento la camarera. Suspiró con dolor y se
excusó un momento con su novio pues debía atender un asunto pendiente. Con pasos tímidos se acercó al viudo y
carraspeó para llamar su atención, aunque sin éxito. Tuvo que tocarle el hombro
para que reaccionara.
“Perdone, no sé si me
recuerda, pero…” Esteban no la dejó seguir. “Claro que te recuerdo”, le dijo él
enseñando su mejor sonrisa, “pues no me iba a acordar”. Ella se sintió confusa.
“Quería pedirle perdón por lo que le hice…” De nuevo la interrumpió. “¿Lo que
me hiciste, dices?”- y la sonrisa era
cada vez más amplia y sincera. “Lo que me hiciste me salvó la vida, pequeña. Me
hiciste reaccionar. Cuando me levanté de mi sitio fue con la determinación de
pasar página y volver a la vida. Por eso no he vuelto a tu bar; forma parte de
mi pasado. Me fui de viaje, conocí gente, me volví a casar; sí, como lo oyes.
Ahora estoy esperándola. Entró a mirar trajes y esas cosas nunca las he podido
soportar. Ah, mira aquí viene. Cariño, mira qué sorpresa. Esta es la joven que
te dije que me salvó la vida”. Su esposa brilló de alegría al escucharle.
Abrazó a Silvia y le agradeció aquel gesto suyo con la caña. Luego de
agradecérselo varias veces, la pareja se marchó dejando a Silvia entre lágrimas
de emoción y, sobre todo, de alivio.
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