El día más
impactante que viví en el colegio fue cuando estaba en tercero de primaria.
Unos ocho añitos de nada tenía yo. Mi clase era como una cualquiera; quiero
decir que estaba el gracioso, el tímido, el burlón, la mimosa, el mimoso, el
meón, el vago, el distraído…pero todos nos queríamos igual. No recuerdo muchas
diferencias entre nosotros, ni siquiera en los recreos.
Un día nuestra
profesora, bendita sea, qué bien nos trataba, se le ocurrió una idea de lo más
interesante: como al día siguiente era sábado y no estaríamos en el colegio,
nos pidió que para celebrar el día del padre saliéramos uno por uno a la
pizarra a imitar a nuestros progenitores. Nos entusiasmó la idea. De inmediato,
supe cómo emular al mío y vi en los rostros de los demás que también imaginaban
la mejor forma de hacerlo.
Reconozco que
siempre era yo la voluntaria para salir primero a todo, y, gracias a dios, sigo
conservando ese carácter. Salí a la pizarra con un libro en la mano, cogí una
silla y me senté; crucé las piernas y busqué la postura meditabunda y absorta
con la que siempre veía leer a mi padre. Me encantaba. La profesora me
felicitó, pero el silencio de los demás evidenció el poco entusiasmo que les
despertó mi imitación.
Luego salió
Arturo, un chico muy tímido, pero, para sorpresa de todos, empezó a imitar a su
padre delante del televisor viendo un partido de fútbol. Madre mía, qué bien lo
hacía; los gestos, las frases, hasta los insultos al árbitro. Le aplaudimos
efusivamente y él, pobrecito, se disculpó por las palabrotas que había dicho,
que sabía que esas cosas no se decían.
El siguiente
turno fue para María. Estuvo divina imitando a su padre cuando le llamaban al
móvil del trabajo. No sé cuántas empresas compró y vendió. La verdad es que nos
divertíamos mucho. José Juan imitó a su padre limpiando y con qué maestría nos
hizo ver la torpeza con que la hacía.
El último en
salir fue Roberto, el gracioso de la clase. Muchas de sus bromas hacían eran
divertidas, pero otras no, en especial para los maestros, pero nos daba igual,
a nosotros nos trataba bien. Salió a la pizarra y se colocó frente a Beatriz,
una dulzura de niña. Estuvo en silencio unos segundos, como si se estuviera
concentrando. De pronto empezó a gritar y a mover los brazos. Gritaba y gritaba.
Nosotros comenzamos riendo, pero tan pronto empezó con los insultos nos fuimos
callando. Percibimos que aquello no iba bien del todo. La propia Beatriz empezó
a asustarse pues Roberto no paraba de acercarse a su rostro mientras le
gritaba; y entonces lo hizo, empezó a pegarle en la cara como un salvaje.
La profesora
corrió a separarlo, cosa que consiguió con esfuerzo, pero Roberto seguía
gritando, pataleando y golpeando la pared. Insultos y amenazas salían de su
boca sin cesar, hasta que se agotó, o se mareó y se derrumbó de rodillas al
suelo. Luego comenzó a llorar. Nosotros mirábamos en el más absoluto silencio
con nuestros corazones latiendo acelerados, mientras la profesora consolaba a
la pobre Beatriz.
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