Hija mía, vida mía, es hora ya de que te digamos la verdad.
¿Recuerdas cuando de
pequeñita te enseñamos tu madre y yo que
debías decir siempre la verdad? ¿Recuerdas lo mucho que insistíamos en los
problemas que puede generar la mentira? ¿Quién te creerá cuando sea cierto lo
que dices? ¿Quién te va a ayudar sin pensar que no es más que otra mentira? Te
ilustrábamos nuestra enseñanza con el cuento de Pedro y el lobo. ¿Te acuerdas?
Cuando llegaste a la adolescencia, te lo expliqué con el aria del médico en la
ópera de El barbero de Sevilla, así de paso aprovechaba para iniciarte en la
ópera, aunque esto creo que nunca lo conseguí.
Tampoco sé si conseguí
transmitirte el valor de la verdad. Quiero decir, aparte del momento en que
descubriste la autoría de los Reyes Magos, creo poder asegurar, sin temor a
equivocarme, que nunca te hemos mentido. Quizás por eso tenemos la certeza de
que nos quieres. Nunca te dimos nuestra opinión sin que no nos la hubieras
pedido, pero siempre que nos la pedías, fuimos sinceros y eso nos costó más de
un pequeño disgusto. A partir de ese momento, quedamos en que las mentiras
piadosas pueden ser aceptables, dependiendo del asunto en el que nos moviéramos,
no fuera que pudiéramos hacer daño a alguien. No obstante, eso no quita un
ápice al valor de la verdad y a lo que, en definitiva, tratamos de contarte
ahora tu madre y yo.
Es necesario, es
fundamental que nos creas, vida mía. Te va la vida en ello, y la nuestra. No se
trata de ningún secreto inconfesable sobre tu pasado; no es nada criminal, no
me gusta nada esta palabra, pero ilustra bien lo que quiero decir; no hemos
cometido ningún delito, nadie nos va a separar de ti. Por desgracia, tampoco se
trata de un euromillón, ni del concurso literario al que siempre me presento.
No se trata de una mentira piadosa, créenos que no. Tampoco debes interpretarlo
como una exageración. Esto es una verdad cruda, tal cual, incuestionable,
indudable, irrebatible, objetiva; de hecho, terriblemente objetiva, aunque
venga de nuestra boca.
Sé que me extiendo
demasiado (es algo que siempre me has reprochado, aunque tú uses otras palabras
más propias de tu edad para decírmelo), pero es que en la soledad de esta sala
de espera el tiempo pasa muy lento, pesa, hunde. Las enfermeras me han dado
unos folios y he aprovechado para escribirte unas palabras, quizás las últimas.
Tu madre ha ido a casa, ya sabes que la abuela no puede estar sola mucho
tiempo.
Este es mi último
intento, mi vida, para trasmitirte toda la verdad que te hemos enseñado estos
años. Ojalá que haya servido nuestra enseñanza sobre la verdad y la confianza
que uno desprende hacia los demás cuando opta por no mentir. Esta es la única
verdad que importa ahora, vida mía; todo lo demás es secundario. Tienes que
creernos, te ruego que nos creas; sí, ahora más que nunca; ahora o nunca: estás
delgada.
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