-Acercaos
todos, tengo algo que deciros.
Aquellas
palabras habían salido de la boca del
viejo y millonario señor Mora; con mucho esfuerzo, todo hay que decirlo,
pues se hallaba en su lecho de muerte. Horas le pronosticaban los médicos. Sus
más allegados le acompañaban en momento tan fatídico, sorprendiéndoles que el
enfermo aun pudiera reunir las fuerzas suficientes para poder hablar. La
familia acudió en tropel, atraídos por las más que probables últimas palabras
del moribundo.
El señor Mora
batió los ojos de un lado a otro, pues incapaz era de mover el cuello,
comprobando que sus familiares habían acudido a su llamada. Satisfecho con el
resultado, preparó sus pulmones para una nueva frase.
-Os he engañado
a todos- dijo con la voz carrasposa, y lo dejó ahí. Diríase que su deseo no era
otro que observar el impacto de su noticia en los presentes.
Su hijo mayor
quedó aterrorizado, aunque procuró no exteriorizarlo. ¿Se estaría refiriendo al
fondo de inversiones en el que le había aconsejado meterse? Le dijo que era un
negocio seguro; de hecho volcó todo su
capital en aquella inversión. En los últimos años no se había llevado muy bien
con su padre, pero ¿le habría guardado el rencor suficiente como para llevarle
a la ruina con una falsa información? ¿A él?, ¿a su propio hijo?
La esposa del
señor Mora no pudo evitar llevarse la mano derecha a la boca. Su marido le
había jurado y perjurado que ella sería le heredera principal tras su muerte.
Incluso le había visto con sus propios ojos firmando el testamento. ¿Lo habría
cambiado a sus espaldas? ¿Por quién?, ¿por el desagradecido de su hijo y su
soberbia nuera?, ¿por su secretaria, tal vez? Ya antes de caer enfermo le había
asegurado que las aventuras con sus secretarias habían llegado a su fin, que
solo estaba ella en su vida, su compañera fiel durante todas aquellas décadas.
La nuera del
señor Mora le miró como le miraba siempre, por encima del hombro. La noticia no
le sorprendió, aunque desde luego hizo sus cábalas sobre el engaño anunciado,
llegando a la conclusión de que su última voluntad era la de reírse en sus
caras tras señalarles que desheredaba a
todos.
La nieta del
señor Mora se mordió contrariada el labio inferior. Su abuelo le había
prometido el Ferrari rojo cuando él ya no estuviera. ¿Se habría echado atrás?
Su abuelo siempre se lo había consentido todo. No era justo que ahora le
hiciera esa jugarreta, y encima delante de sus padres. Además, todos sus amigos
ya contaban con el coche. ¿Con qué cara se los diría? ¿Cómo soportar tanta
vergüenza?
El señor Mora,
por su parte, sonrió satisfecho al ver los rostros tensos y ansiosos que había
conseguido al llamarles.
-Acercaos, más,
diantre, que ya no me queda aliento- se quejó.
Inmediatamente,
sincronizados, alongaron sus cuerpos alrededor de la cama para escucharle
mejor. El moribundo tomó aire consciente de que se disponía a hablar por última
vez. Incluso se relamió como si se encontrara frente a su plato favorito. Al
fin, habló.
-No soy alérgico
a los mariscos-los allí reunidos se miraron como idiotas para comprobar que
habían oído lo mismo-. Nunca lo he sido. Nunca he soportado su sabor asqueroso
y su olor nauseabundo. Por eso simulé ser alérgico ¡Ja!
Y murió.
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