De
todos es sabido que en el primer año de medicina los estudiantes se enfrentan
con los muertos. Alicia era uno de ellos, de los estudiantes. Ya les habían
dicho que los habían mantenido en formol, a los muertos, durante un año, que
estaban secos, que no sangrarían, y que pertenecían a personas cuya muerte
nunca había sido reclamada por nadie, quién sabe si por desconocimiento o por
dejadez, pero aún así, los nervios no se hicieron de rogar ante la presencia de
aquella bolsa de plástico cuya forma anunciaba la de un ser humano. También era
una tradición, aunque encubierta, que los alumnos destaparan los rostros de los
fallecidos aprovechando cualquier despiste del profesor. Una tentación del todo
irresistible y que, en el fondo, la universidad, que también había sido joven,
pasaba por alto.
Alicia
respiraba agitada, no por el interior de aquel cuerpo embalsamado, sino por no
ser capaz de levantar la sábana de la cabeza de su muerto. Todos lo habían
hecho ya, hasta le habían puesto nombre, costumbre también muy arraigada, pero
no ella. Temblaba ante la posibilidad de acercar su mano. Un pálpito constante
al desviar la vista hacia la cabeza, un estremecimiento como nunca antes había
sufrido le invitaban a no hacerlo con la misma fuerza que le invitaban a
hacerlo. Terrible disyuntiva, insufrible tensión. Decidió que de ese modo le
era imposible atender correctamente las indicaciones del profesor, de manera
que por fin, con un movimiento rápido y certero, desveló el rostro de su
fallecido. El estremecimiento volvió a aparecer pero esta vez para encarnársele
en la médula hasta hacerle llorar desconsoladamente en silencio.
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