Daniel tuvo la mala
fortuna, en este mundo donde el carácter lo puede todo, de convertirse en un
adolescente tímido y silencioso. Hablaba lo justo, aunque no carecía de sentido
del humor. No era precisamente un tipo popular. Le gustaba leer y destacaba en
el ajedrez, actividades que le anclaban aun más en una soledad que no hacía más
que crecer. No era la suya una imagen que despertara patetismo, sino más bien
indiferencia, camuflándose bien su presencia con la pared o con cualquier mueble.
Sin embargo, su corazón era igual que el del resto de los seres humanos. Sí,
Daniel estaba enamorado. Un amor el suyo por supuesto silencioso, anónimo, sin
posibilidad alguna de materializarse. Que él recordara, siempre había amado a
su vecina, desde que ambos iban juntos a la escuela, desde que ambos
compartieran curso tras curso.
El día después de que
la clase regresara de una acampada, todos empezaron a reírse de él, unos más
abiertamente que otros, pero reían, le señalaban, incluso le silbaban piropeándole.
Ya había percibido Daniel cierta áurea de burla la misma mañana en la que
recogían las tiendas de campaña para regresar a casa. Ahora, la chanza era más
que evidente. No obstante, todos enmudecieron cuando su vecina se le acercó y,
sin mediar palabra, le dio un cálido beso en la boca. Daniel, incapaz de
comprender, quedó paralizado, mucho más cuando ella le dijo en un susurro:
“esto por lo que me dijiste la otra noche en la acampada”, dijo con la
emotividad y la alegría de quien se siente amada. “Pero si yo no te he dicho
nada”, acertó a decir temblando. “Me lo dijiste en sueños. Hablas cuando
duermes”. Daniel hizo un esfuerzo enorme por tragar. “¿Y los demás también lo
escucharon?” Su vecina le rodeó el cuello con sus brazos, prolegómeno evidente
de un nuevo beso. “¿Importa eso mucho?”
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