Esa semana miraba don
Armando con preocupación el almanaque de su cocina.
Don Armando era un
amante de la cultura. Todos le admiraban precisamente por eso; lo consideraban
incluso una virtud, un don al que no todos habían tenido acceso y él sí. Su
elegancia en el vestir también era celebrada, siendo señalado siempre como el
perfecto caballero. Jubilado, viudo y sin hijos, don Armando había encontrado
en la cultura su refugio, al menos así lo interpretaban conocidos y
desconocidos. No podía ser de otra manera pues no había inauguración de un acto
cultural en el que no estuviera, en especial las pictóricas, fotográficas o
literarias, es decir, aquellas en las que el autor hablaba de su obra para
luego conversar animadamente mientras comían los aperitivos de la exposición. Ataviado
con su mejor traje, nunca dejaba escapar don Armando la ocasión de acercarse al
autor para comentarle su intervención y los artistas, siempre ávidos de
reconocimiento, se lo agradecían sinceros al tiempo que le invitaban a una copa
o a cenar, tal era la capacidad de relacionarse del jubilado.
Esa semana miraba don
Armando con preocupación el almanaque de su cocina. Ningún acto cultural
previsto, y era la última semana de mes. Fue a su dormitorio y guardó su mejor
traje, su único traje, su posesión más preciada. Lo miró como queriéndose
disculpar por la gravedad de las circunstancias y, aunque no abrió la boca, le
dijo con desasosiego: esta semana no sé cómo vamos a comer.
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