Andaba yo en una fase vital
de tedio absoluto. Mi propio reflejo en el espejo me resultaba de lo más
anodino. Dos años largos de paro y los gestos de resignación de mis padres
hacían el resto. El aburrimiento había provocado en mí ciertas costumbres, como
la de salir a pasear después del café de la tarde, prolongándolo hasta la hora
de la cena. Al menos, libraba así a mis
padres de mi presencia durante un buen rato. Una tarde en que mi paseo estaba
resultando más insulso de lo habitual, se me ocurrió una idea que justificaba
el gran vacío de mi vida, y quizás de mi mente: seguir a una persona.
Teniendo en cuenta mi
indiscutible heterosexualidad, que a nadie importaba, consideré más interesante
seguir a una mujer, joven, a ser posible. La siguiente hora fue de lo más
entretenido pues no terminaba de decidirme por la candidata ideal. Por fin
elegí una. La afortunada ganadora era una joven agraciada de unos veinte años
que llevaba un libro en la mano. Guapa y culta, la combinación perfecta, pensé.
Mientras la seguía, en
vez de reprocharme lo bajo que me había hecho caer mi desidia, me dediqué a
pensar si la posición correcta de los calificativos hubiera sido a la inversa,
culta y guapa. Casi la pierdo en el metro. Reconozco que mi adrenalina subió
unos grados al tratar de coger el mismo vagón que ella.
Emergió junto al
parque del Retiro, donde se encontraba una de mis peores pesadillas, las
aglomeraciones, pero me dije que si había llegado hasta ahí debía continuar con
el juego hasta el final, desconociendo, por supuesto, cuál sería ese final. La
turba se congregaba con motivo de la feria del libro y mi joven culta y guapa
(sí, cambié el orden) fue de caseta en caseta hasta que se encontró con un
viejo alto y encanecido que babeó frente a su escote y al que pidió que le
firmara el libro que llevaba consigo. La sonrisa de la joven ante la firma
capturada me hizo pensar: ¿de verdad los libros son capaces de motivar a
alguien hasta el punto de buscar a su autor y pedirle su firma? Huelga de decir
que siempre encontré la literatura como
una tortura ejecutada con sarna por mis profesores de instituto.
Luego del Retiro,
quedó con unos amigos en un bar. Disfrutaron de unas cañas y dieron un paseo
hasta llegar a los cines Renoir. De nuevo tuve que tomar una decisión. Desde
luego, la tarde estaba siendo de lo más interesante. Qué cosas curiosas hacen
las personas para entretenerse, pensé observando al grupo de la joven culta y
guapa. Hice de tripas corazón y entré en el cine. Desconocía que fuera tan caro
ver una película en un cine. Qué coñazo, me dije, pues era una película armenia
y encima subtitulada. Sin embargo, la historia me fascinó de tal modo que
olvidé el motivo por el que había llegado hasta allí. Un acomodador que
apestaba a sudor y palomitas me tuvo que recordar que la sesión había
terminado, que tenía que salir. Vagué sin rumbo pensando en la película. Cuando
llegué a casa mis padres dormían, lo que me permitió entrar en internet sin la
acostumbrada reprimenda sobre perder el tiempo y bla, bla, bla. Tuve el impulso
de escribir en mi Facebook la opinión sobre la película. Con la sensación
indescriptible producida por la ausencia de aburrimiento, me fui a la cama.
A la mañana siguiente
eché un vistazo al Facebook, costumbre que anteponía a mi aseo diario e incluso
al desayuno. Para mi sorpresa, tenía varios comentarios alabando el mío sobre
la película, alguno incluso de desconocidos que compartieron mi publicación.
Alguien me añadió, sin permiso, por supuesto, a un grupo de cine donde se
comentaban películas. Me entusiasmó. De pronto, tenía un objetivo en la vida:
hablar de cine. El grupo era numerosísimo y muchas veces me dedicaba a
curiosear entre los perfiles de los miembros. Sí, habéis pensado correctamente,
uno de los perfiles era de la joven culta y guapa. Por supuesto, no me atreví a
escribirle. No me hizo falta, sabía que, más tarde o más temprano,
coincidiríamos en el comentario de alguna película, como así fue. Tras tres
años llenos de comentarios cruzados tuvimos nuestra primera cita.
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