Adoro
a Goya. Lo idolatro. Nada hay en su obra que me desagrade. Me apasiona su vida,
lo que vio, lo que amó, lo que odió. Incluso le perdono que le gustasen los
toros. Fue testigo excepcional de la historia, y no de una historia cualquiera,
sino una llena de pasiones, violencias, incompetencias, vergüenzas y
decepciones; la historia de España, vamos; para ser más concreto, los reinados
del rey ilustrado Carlos III, del inepto de su hijo, Carlos IV, y del
impresentable de su nieto, Fernando VII. Por si fuera poco, vivió la Guerra de
la Independencia contra los franceses y eso le pasó factura. Todo lo pasó
factura. Su sordera también. Luces y sombras.
Cuesta
creer que el autor de El quitasol sea el mismo que el de Saturno devorando a
sus hijos. ¿Cómo puede transformarse tanto el estilo de un artista? ¿Qué ha
debido pasar en su mente para que la más dulce alegría torne en el más absoluto
horror? ¿Era así como se sentía? Quizás por eso se autorretrató en tanas
ocasiones. Si hiciéramos el ejercicio de contemplar en orden cronológico sus
autorretratos comprobaríamos cómo su alma se la iba escapando con los años,
agotado, pero, sobre todo, decepcionado, ¿de España?, ¿de los españoles?, ¿de
sus reyes?
Para
mí fue todo un gustazo hacerle aparecer en mi novela “La extraordinaria
historia de Juan Barreto”. Lo cierto es que disfruté como un niño dándole vida,
poniéndole mis palabras en su boca, haciendo que mis deseos fueran los suyos.
Para
la nostalgia, y para cualquier videoteca que pretenda ser tal, queda la
maravillosa serie que Televisión española hiciera sobre su vida en 1985. De
hecho, cuando me imagino a Goya le pongo el rostro y la voz de Enric Majó que,
con su enorme talento, dejó una interpretación para la historia.
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