Érase
una vez que se era un viejo gruñón cuya única ocupación había sido su tienda de
víveres. Lo de gruñir le venía desde que su amada esposa había fallecido,
porque antes de tal desgracia siempre había sido muy alegre.
Casi
veinte años hacía ya que nuestro viejo gruñía en su tienda. Gruñía por todo,
incluida su propia existencia, pero, sobre todo, por el progreso.
-¿Qué
es eso, abuelo?- le preguntó su nieta de cinco años señalando al local de
enfrente.
-Eso
es el progreso, que viene para quedarse- le gruñó.
Se
refería al inmenso supermercado que estaba a punto de ser inaugurado en el
barrio. Cualquiera le hubiera dado la razón al pesimismo de nuestro viejo pues
tamaño establecimiento acabaría pronto con el suyo. ¿Cómo competir con esos
precios?
Sucedió,
no obstante, que el negocio de víveres
no solo sobrevivió sino que mantuvo su nivel de ventas. Ningún cliente le traicionó,
a pesar de los precios y de sus gruñidos.
-Mira,
aquí está el progreso otra vez, que viene para quedarse- protestaba cada vez
que veía a los adolescentes entrar en su tienda sin apartar la vista de los
móviles.
Un
día, el viejo se sentó a reflexionar el motivo por el cual su negocio
sobrevivía a pesar de todos los adelantos que atentaban contra su
supervivencia, pero por mucho que se estrujaba el cerebro, no daba con ello.
Sucedió entonces que fijó la vista en su nieta; siempre había estado con él. Ningún
otro nieto pasaba más tiempo con su abuelo que ella, hecho extraordinario
teniendo en cuenta que también le gruñía. Desde que cumpliera los tres años
había acudido a la tienda de su abuelo, sin faltar un día. La sentaba en el
mostrador y hacía las delicias de los clientes con su sonrisa y sus
ocurrencias.
Claro,
el mérito había sido todo de su nieta. ¿Cómo no se había dado cuenta antes si
ella era el encanto personalizado? Cuantos más años cumplía más encantadora se
mostraba. Con ocho años atendía a los clientes y no había dejado de hacerlo
hasta ahora. Todos querían charlar con ella, llevarse una pizca de su
entusiasmo. Por eso se llenaba de chavales la tienda. Además, era una
estudiante muy aplicada; siempre con buenas notas.
Ay,
pero bien sabemos todos que no hay nada que dure toda la vida, y mucho menos la
felicidad. En efecto, la desgracia se abatió sobre nuestro viejo mucho más que
cualquiera de los progresos que tanto había detestado; su nieta, con dieciocho
años ya, marchaba con una beca a la capital para estudiar en la universidad.
¿Qué sería de su negocio? Sin duda, era el fin.
Pensó
en retirarse, pero no le salían las cuentas; debía aguantar un poco más, quizás
solo dos o tres años, pero ¿Cómo lo haría sin su nieta? Incapaz de confesarle
su abatimiento, dejó de gruñir para encerrarse en sí mismo. Le reconcomía la
posibilidad de contárselo, pues bien sabía que con ello le estaría cortando las
alas, ya que su nieta no se iría al verle así.
Pasó
el verano y llegó el temido septiembre, mes en el que partiría. No fue capaz de
despedirse; ya la llamaría por teléfono. Qué triste estaba la tienda sin ella.
A primera hora, acudió el primer cliente. Cuál sería su sorpresa al comprobar
que se trataba de su nieta.
-¿Pero tú no te habías ido a la
capital?
La nieta se puso el índice en la
boca para que guardara silencio y le enseñó la pantalla de su móvil. El viejo
miró extrañado y con algo de esfuerzo pues ya su vista no era la de antes.
-Universidad on line- leyó- ¿Qué
significa esto?
-Pues que puedo hacer la carrera
por internet.
-¿Quieres decir que…?
-Que no tendré que irme.
El viejo sonrió, su primera
sonrisa en años, y estrechó sus manos en señal de júbilo.
-Oh, señor, es un milagro.
Ahora era su nieta la que le
mostraba su sonrisa más tierna.
-No, abuelo, no es un milagro;
es el progreso, que viene para quedarse.
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