domingo, 29 de enero de 2017



He visto esta fotografía en varios muros de Facebook y en todos ellos, sin excepción, los comentarios son de horror tipo “qué perdida está esta juventud”, “qué horror”, “lo que nos espera” “preparándose para el selfie” “qué desprecio por el arte”, todas por ese estilo, poco menos que el apocalipsis de la sociedad. Y me cabrea, me cabrea mucho, porque están hablando los prejuicios y las generalizaciones. ¿Cómo es posible que sepan por esa foto que es eso lo que está sucediendo?  ¿Y si han ido con el profesor (tiene toda la pinta) y este les ha pedido que busquen información sobre Rembrandt? ¿Y si llevan más de dos horas recorriendo el museo y el profesor les ha dado tiempo libre y ellos están haciendo lo que les da la realísima gana en su tiempo libre, que para eso está? Puede incluso que estén viendo las fotografías que se han sacado en el museo. Pero no, tiene que ser que desprecian el arte y lo único que les importa es lo que salga en su móvil. ¿Es que no habéis visto cómo nos comportamos los adultos en un museo? Os pongo mi caso. Después de mucho caminar y pararme frente a los cuadros constantemente, caminar, parar, caminar, parar, durante más de un hora, mis pies no aguantan más. Entonces busco un asiento y, oh, sorpresa, todos están cogidos, porque en los museos, de todos es sabido que solo hay cinco asientos, más la silla antisiesta del vigilante. ¿Y qué hay sentados sobre esos escasos asientos? En efecto, adultos, y la mayoría están mirando sus móviles. Yo les dirijo una mirada de rabia disfrazada de impaciencia porque lo que quiero es que se levanten para sentarme yo, como en los restaurantes sin mesas libres, o como en las revoluciones, y cuando por fin logro sentarme, lo primero que hago es sacar el móvil y distraerme para liberarme un poco del síndrome de Stendhal que se supone nos tiene que dar en un museo. ¿Significa eso que desprecio el arte? Pues para muchos que ven esta imagen eso es lo primero en lo que piensan. No dan ni el beneficio de la duda.


jueves, 26 de enero de 2017

LAS DOS GRANDE FRASES QUE TODA PERSONA DEBE DECIR AL MENOS UNA VEZ EN LA VIDA (relato)



Hay dos grandes frases que siempre he querido decir: “¿hay algún médico a bordo?” y “siga a ese coche, rápido”
La primera ya la cumplí. Tuve la oportunidad de decirlo, aunque sobre mí mismo. Cuando estábamos a punto de subir al avión de regreso a casa, empecé a temblar como Robert de Niro en “Despertares”. Temblores incontrolables y escalofríos. Sonreí a las azafatas de la puerta apretándome los brazos en los sobacos, para que no se notaran mis temblores, y nos sentamos. Como soy algo hipocondríaco (los que me conocen subirían algunos grados más esta apreciación) y los temblores iban a más, pues pensé en una muerte inminente. Le dije a mi mujer que creía que no sería buena idea hacer ese viaje, que menudo engorro estar viajando con un cadáver durante tres horas sin posibilidad de hacer escalas. Toqué el botoncito y cuando llegó  la azafata tuve mi gran momento “¿hay algún médico a bordo?” le pregunté entre temblores. Me supo a gloria.  Lo gracioso es que me preguntó “¿para qué?” “Para jugar una partida de ajedrez con él, ¿para qué va a ser?” Como quiera que la mayoría del personal de los aviones no tiene mucho sentido del humor, probablemente por aguantar a grinchs como yo, la azafata arqueó solo una ceja, tipo Sean Connery, y se fue para volver al poco con el comandante (nada menos que el comandante, yo ya iba a lo grande), que me volvió a preguntar lo mismo. Me abstuve de disimular mis temblores ante quien tomaba las decisiones serias en la nave y decidió  que fuéramos a la puerta para examinarme por un doctor que ya se había desenmascarado de entre los pasajeros. Al pasar entre estos y ver que todos nos miraban tuve unas terribles ganas de decirles “Es contagioso”, pero me contuve.
Le dije al doctor que además de hipocondríaco era hipertenso. Dictó sentencia de inmediato: “es la tensión, que se le ha subido”, aunque yo no notaba nada de eso. Me llevaron en ambulancia a urgencias de Barajas, mientras mi mujer iba a sacarnos otro vuelo y recuperar nuestras maletas (esa historia también es muy buena). No recuerdo el viaje en ambulancia, no está en mi memoria. De pronto, estaba en una camilla de urgencias con una doctora tomándome la temperatura: 41 grados. Pero yo estaba de lo más chistoso; supongo que formaba parte del delirio. Me puse a decirle que había dicho una de las dos grandes frases que toda persona debía de decir al menos una vez en la vida. Qué coñazo le tuve que dar con eso. Mientras, sonaba el teléfono llamándonos desde el mostrador donde estaba mi mujer preguntándole a la doctora si yo estaría en condiciones de viajar al día siguiente. La doctora me miró con cara de circunstancias y yo le dije que había dicho una de las dos grandes frases, etc, etc.
 Volamos al día siguiente, supongo que porque la doctora no quería aguantarme más, me pinchó dos inyecciones de no sé qué y me firmó el alta. Cuando lo pienso en frío, no quiero ni pensar el cabreo de los pasajeros por el retraso que tuvieron por sacarnos las maletas de la bodega. Y lo que es peor: este episodio mío fue tan solo unos pocos meses antes de la crisis del ébola. Menuda cuarentena le hubiera caído a los del avión. Me hubieran odiado mucho más que a Melendi.



domingo, 22 de enero de 2017



La primera película que me hizo llorar de miedo, que me hizo salir corriendo de la sala, renegar del cine y chillarle a mi hermano por haberme entrado a ver esa película fue “Almas de metal”. Yo debía de tener unos cuatro o cinco años. Desde entonces le tengo mucho respeto a su actor, Yul Brynner. De hecho, aun después de venerarle cuando le vi en los siete magníficos y otras películas maravillosas, creo que hoy sería incapaz de verla. La infancia es como la memoria de un elefante.

jueves, 19 de enero de 2017

LA ESCALERA DE INCENDIOS (relato autobiográfico)


 
Fui el otro día a un centro comercial de cuyo nombre no quiero acordarme. En realidad no a comprar, sino solo a aparcar; imperdonable, pero aun así no se lo digáis a nadie.  Aparqué, después de dar mil vueltas buscando, iluso de mí, los carteles que me indicaran el camino, que, a ver, estar están los cartelitos, pero mi sentido de la orientación no alcanza como para hacerme, al mismo tiempo que conduzco, un mapa mental de ese bosque de columnas y números. Aparqué en el tercer piso, ese que llega casi al infierno. Nadie. Tres coches aparcados y yo. Qué mal rollo, esa es la primera sensación que me vino. Normal que nadie baje hasta ahí a aparcar.
Lo mismo que las indicaciones para los coches es lo que me esperaba ahora que me había reconvertido en peatón.  Al mal rollo añadí la sensación de que yo era lo suficientemente gilipollas como para no encontrar una puerta que me llevara a la calle. Las que encontraba indicaban que eran escaleras de incendios, y, como buenas escaleras de incendio, estaban cerradas. Empezaba a sentirme como José Luis López Vázquez en “La cabina”, solo que algo más holgado. Después de mucho tantear, siempre pegadito a la pared, que es como puedo controlar mejor un posible ataque de zombis,  encontré al fin una escalera de incendios que estaba abierta. La pinta de la escalera te invitaba a no usarla incluso si un incendio te estaba persiguiendo. Cemento puro, ladrillo desnudo, luz de tubo de neón parpadeante, presupuesto agotado o casi. Suspiré de puro acojono y dudé. Pensé que si iba a elegir subir por ahí debía, por lo menos, echar un preceptivo vistazo al hueco de la escalera. Desesperanzador. Decidí que no, que ahí no me metía ni loco. Di media vuelta y pasó lo que le tenía que pasar a un ignorante como yo. Puerta de metal, pesada como su puta madre, que retrasa la entrada de incendios. En efecto, la inercia la cerró justo cuando me di la vuelta. Mi carita congelada, incapaz de reaccionar porque, como bien dicen que cada día se aprende algo nuevo, en ese momento aprendí que las puertas de las escaleras de incendio, si son para acceder a ella, no tienen pomo para volver a abrirla desde dentro.
Mi primer movimiento, raudo como un pistolero del oeste, aunque con menos pulso, fue sacar mi móvil del bolsillo. Tan típico como cierto, no tenía cobertura. Corazón de cero a cien en dos segundos. Inmediatamente dejé paso libre a mi principal pensamiento en aquellos momentos: zombis, zombis y más zombis, pero no los lentos, sino esos desgraciados que corren como cabrones enloquecidos. No me quedaba otra que subir con mis piernas temblorosas tres interminables pisos de cemento y ladrillo. ¿De verdad que no les quedaban unos eurillos para darle una pintadita, aunque sea de blanco mate?
 Pisaba suavito suavito para poder escuchar las pisadas de los zombis que me seguáin en mi imaginación. Cuando llegué al último piso se me vino el alma al suelo, creo que hasta hizo ruido. La puerta de la salida estaba llena de escombros. Tampoco el presupuesto les había dado para retirarlos. No podía ser, no tenía sentido, pero teniendo en cuenta que me sucedía en España, me determiné a no hacerme preguntas con sentido y no echar la culpa a nadie sino al gobierno.
Me resigné y seguí subiendo por si podía apartar los escombros. Solo cuando llegué al último escalón me di cuenta de que los escombros no tapaban la puerta y que podía empujarla. Empecé a repetir que esté abierta, por favor, que esté abierta, por favor, como unas mil veces en dos pasos antes de empujar hacia abajo las barras de la puerta. Consideré que el factor educacional podía ser importante para que se escucharan mis plegarias y por eso añadí lo de por favor. Tiré con todas mis fuerzas y la puerta se abrió enseñándome una calle llena de luz, de tráfico, de humo, de gente, de ruido, de mierda de perro. Casi mejor me daba media vuelta y me quedaba en la escalera, pero como tenía cita con el dentista o, más bien, con su instrumental quirúrgico y si no iba, que por querer no quería, me daría cita para el próximo cambio de siglo, opté por marcharme, silbando y mirando hacia arriba, que es como, todo el mundo sabe,  se disimula mejor. A los pocos metros, me detuve, di media vuelta y corrí a cerrar la puerta.


domingo, 15 de enero de 2017



“Clara dice” es, con diferencia, mi novela más vendida. Calculo que a lo largo de estos años ha llegado a unos mil quinientos hogares. Unas cifras insignificantes o mínimas en comparación con otros escritores pero que a mí me satisfacen enormemente, a nivel anímico, se entiende. Mi prosa está en dos mis familias. Forma parte de un pequeño ejército de libros en decenas de estanterías de este país, al lado de quién sabe qué autores. Me emociona muchísimo, como me emociona pensar que en estas fiestas hay lectores que han regalado alguna de mis novelas a sus seres queridos. Muchas gracias.